26 may 2010

Pasiones esbozadas



"A quienes me preguntan la razón de mis viajes les contesto que sé bien de qué huyo pero ignoro lo que busco."

Michel Eyquem de Montaigne - (1533 - 1592) - Escritor y filósofo francés



"El olor tostado del café de ésta mañana tenía algo especial. Ese aroma cálido y húmedo entraba por mi ventana y se fusionaba con el espectro de cafeína humeante que invadía mis fosas nasales, como una sobredosis de juventud en taza.

Era un día único.

El sol se reflejaba atrevido, osado, con ganas de mostrar lo que nadie quiere ver; las nubes bailaban al ritmo del viento, que erosionaba esas rutas sin fin en el horizonte.

Yo me encontraba en mi antigua mesa de caoba, como era usual por las mañanas, desayunando junto a ella, en silencio.
Solamente hacía falta escuchar el suspiro luego de un sorbo o a los pulmones llenándose de vida, para saber que estábamos conectados por algo sobrenatural.

No existía el tiempo para ella, ni el olvido para mí.

Y como era de costumbre, yo levantaba los restos de la mesa. Y al levantarme, sentía como mis huesos hacían un esfuerzo imperioso por no disolverse como arena en el mar.

El tiempo sí pasaba para mí.

El agua rejuvenecía mis manos mientras limpiaba esa taza, y esa cuchara, y ese cuchillo para untar. Era una fiesta en mi piel que me gustaba revivir casi tanto como los besos en la mejilla que me daba antes de salir a sentarnos a la puerta y contemplar las hojas amarillas en caída libre que el otoño nos regalaba.

La miré por un segundo, y fui al frente de mi casa.

Ahí estaban nuestras sillas, ni muy cerca ni muy lejos, como a ella le gustaba. Me senté, y la esperé; sabía que pronto vendría a mi lado.
Y como era un día único, llevé nuestro álbum. Pero no era de fotos, sino de momentos. Momentos que reflejados en un objeto, como todos, eran nuestro escudo en la larga senda de la edad; nuestra lanza contra el Dragón del Olvido.

Nuestro hobbie.

¡Si habremos recorrido el misterioso territorio Latinoamericano, los confusos senderos orientales y la rencorosa Europa!¡Y cómo olvidar los fríos campos olvidados de Siberia!

¡Ese afán por la filatelia que tanto nos unía!

Y nos une.

Abro la corroída tapa dura y contemplo allí nuestras aventuras, deseoso porque viniese rápido y pueda apreciarlas junto a mí.
Si habremos pasado frío, peligros y dudas, siempre juntos, como caballos de mar en medio del océano. Nada nos importaba, nada nos separaba; esas estampillas eran lo que mantenía nuestros cuerpos como volcanes en la nieve, como fragatas en los mares y como tigres en la selva.

Conseguir congelar esos momentos en ese álbum, fue mi mejor cualidad. No hay estampilla que no tenga su fecha, origen y motivo. Toda nuestra línea de tiempo estaba marcada por papeles históricos que marcaban sucesos inesperados de carácter indispensable en nuestro futuro. Y allí estábamos nosotros, como accesorios de esos grandes momentos.

Tesoro compartido e infinito que todo lo nuestro contenía.

Y éste afán me lo inculcó ella, y no podría haberlo aprendido mejor, ni abandonarlo. Jamás.

...

Y sonó el pitido del reloj, ése que me regalo cuando estábamos en una feria de Valdivia, y sabía que estaba cerca. Lo presentía.

Necesitaba saber que vendría ésta vez y que no me dejaría plantado, como esa mañana en la cual cuando yo llegué, ella se iba.
Necesitaba ver junto a ella éste álbum y repasar nuestras vidas, y ver que nos deparaba.

Pero yo sabía la respuesta.

La vi en esa hoja enmarcada y quedé pasmado. Su suave rubor natural y su mirada con vida propia me recordaron ese viaje, esa vida y esa noche.

Habíamos encontrado esa pieza que completaba el rompecabezas que alguna vez comenzó y no tenía fin, y que su abuelo, que tenía recorrido más camino del que hay, le había regalado.
Esa pieza que llena de inocencia se perdió en una mudanza de las tantas de su infancia.

Y allí estaba.

No sé si era la mirada, la piel o la expresión, pero hablaba sola. Y me recordaba tanto a ella.

Y luego de haber entendido que los recuerdos sin recordarse se olvidan, ella apareció, como dándome la razón.

Mi esfuerzo había tenido sus frutos.

Se sentó a mi lado, tomó mi arrugada mano, y al oído me dijo:

- Aquí estoy, como siempre y nunca, solamente que tus ojos se acostumbraron a leer tus pensamientos.

Y una lágrima cayó, apagando a los pájaros, a los niños y hasta el resoplido de un Dios que se había aburrido de esperar.

- Gracias por venir, te estaba esperando.
- De nada mi amor, ya sé que tarde demasiado. Pero aquí estoy, lista para quedarme, y vos listo para irte.

Y la tibia luz que venía de no sé donde me acarició, y sentía como el pasto rozaba la yema de mis dedos, y ella me abrazaba, fuerte.

Y me relajé, sabiendo que al otro día, ambos oleríamos ese volátil y delicioso café, y veríamos el álbum, como todos los días; para siempre."


DT

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